El título, La montaña rusa, y la imagen de la portada avisan del torbellino emocional que nos aguarda dentro, en el disco. En esa foto, Dani Martín, con guantes de boxeo y subido en un ring, parece haber sido captado justo en el momento en el que levanta la guardia para defenderse de los golpes de su contrincante. Metáfora visual del contenido sonoro de un álbum en el que el dolor campa a sus anchas. Ese dolor que provocan las rupturas sentimentales y que deja las heridas más difíciles de cicatrizar: las que no se ven y no requieren puntos de sutura. El dolor más universal, ese que, regresando al lenguaje pugilístico, noquea y te obliga a besar la lona, incapaz de levantarte, desorientado, sin saber dónde estás ni cómo has llegado a esa situación. Tras él, tras el dolor, llega ese inevitable periodo de hacer recuento de los daños, de recomponer los pedazos rotos e iniciar la recuperación para regresar a la vida como mejor se pueda. Claro, que eso le sucede al común de los mortales, porque si eres un compositor de canciones puedes volcar tus sensaciones en nuevas creaciones con las que intentar comprender lo sucedido o, si no hay explicación posible (que no suele haberla), por lo menos (que siempre es un consuelo) paliar los males y expulsar las penas con palabra y música.
Y eso es justo lo que ha hecho Dani Martín en La montaña rusa: tras perder dos combates consecutivos, comenzó a componer para exorcizar al mal. Al final, se encontró con más de una veintena de canciones y, superando el pudor que le provocaba exponer algunas de las composiciones más personales e íntimas que ha escrito a lo largo de estos veinte años como profesional de la música, seleccionó once de ellas para que acabaran en el disco. Afortunadamente dejó el temor a un lado, porque, sin duda, ha firmado su mejor obra hasta la fecha. La más madura, pero también la más sólida y la más rotunda.
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