El título, La montaña rusa, y la imagen de la portada avisan del torbellino emocional que nos aguarda dentro, en el disco. En esa foto, Dani Martín, con guantes de boxeo y subido en un ring, parece haber sido captado justo en el momento en el que levanta la guardia para defenderse de los golpes de su contrincante. Metáfora visual del contenido sonoro de un álbum en el que el dolor campa a sus anchas. Ese dolor que provocan las rupturas sentimentales y que deja las heridas más difíciles de cicatrizar: las que no se ven y no requieren puntos de sutura. El dolor más universal, ese que, regresando al lenguaje pugilístico, noquea y te obliga a besar la lona, incapaz de levantarte, desorientado, sin saber dónde estás ni cómo has llegado a esa situación. Tras él, tras el dolor, llega ese inevitable periodo de hacer recuento de los daños, de recomponer los pedazos rotos e iniciar la recuperación para regresar a la vida como mejor se pueda. Claro, que eso le sucede al común de los mortales, porque si eres un compositor de canciones puedes volcar tus sensaciones en nuevas creaciones con las que intentar comprender lo sucedido o, si no hay explicación posible (que no suele haberla), por lo menos (que siempre es un consuelo) paliar los males y expulsar las penas con palabra y música.
Y eso es justo lo que ha hecho Dani Martín en La montaña rusa: tras perder dos combates consecutivos, comenzó a componer para exorcizar al mal. Al final, se encontró con más de una veintena de canciones y, superando el pudor que le provocaba exponer algunas de las composiciones más personales e íntimas que ha escrito a lo largo de estos veinte años como profesional de la música, seleccionó once de ellas para que acabaran en el disco. Afortunadamente dejó el temor a un lado, porque, sin duda, ha firmado su mejor obra hasta la fecha. La más madura, pero también la más sólida y la más rotunda.
Para dar forma definitiva a las canciones, partiendo de las letras y las melodías escritas por él, a lo largo de meses trabajó en ellas junto a los músicos de su banda, principalmente Iñaki García y Paco Salazar (también alguna con Jimbo Barry y David Carrasco), para hacerlas crecer e impulsarlas hasta la forma que han adquirido en el disco, conformando un repertorio que alterna rock directo y baladas arrebatadoras, siempre con cierto aliento épico, como demandaban unos temas intensos en los que su autor se ha dejado bastante más que la piel y en los que las guitarras rasgan con energía.
El productor para ponerlas en pie estaba claro: Bori Alarcón, que pilota los mandos desde los discos anteriores. En sus manos el sonido de La montaña rusa se enraíza en el rock clásico que le gusta a Dani (ese para el que no pasa el tiempo) pero brilla con pátina de contemporaneidad, y lo que podía ser oscuridad, dada la temática desoladora de muchas de estas canciones, abraza la luz y refulge en brillos incandescentes. Labor en la que apoya toda la banda, echando una mano en los arreglos (atención: con despliegue de elegantes cuerdas en algunos temas). Porque el equipo es esencial, y Dani Martín lo sabe, como sabe que cuenta con una banda formada por algunos de los mejores: Coki Giménez (batería), Paco Salazar (guitarras), Iñaki García (teclas), el propio Bori Alarcón (sintetizadores) y ese veterano que es historia mayor de nuestro rock, el señor Candy Caramelo, al bajo. Un quinteto preciso, que grabó a la vez, en directo en el estudio, y que sabe cuándo tiene que sonar contundente y cuándo suave, que siempre trabaja a favor de la canción, porque la canción es lo que importa.
Sí, porque el hecho de que la grabación se haya realizado en Abbey Road, uno de los mejores (¡y más míticos!) estudios del mundo, no deja de ser un detalle para melómanos y fans empedernidos de los Beatles, como el propio Dani. Detalle no menor pero que queda difuminado por once canciones sin desperdicio, sin fisuras y sin espacio para el relleno, con las que su autor se reafirma como un excelente melodista y letrista. Ahora en la plenitud de su talento, por momentos desbordante y, pareciera, en estado de gracia.
Tan en estado de gracia que cuesta seleccionar unos temas por encima de otros, porque del rock magnético de “Las ganas” con que se abre La montaña rusa a la levedad de “Ahora” (y su letra de final inesperado), que lo cierra, hay que escucharlo íntegramente, como sucede con los grandes álbumes clásicos. Hay que disfrutar ante el dramatismo de “Los charcos” y la fragilidad de “París” y “Dibujas” (una balada de esas que erizan el vello). Hay que dejarse llevar por la crudeza (que se rompe con el arreglo de cuerdas) de “Paloma” y “Nada más que tú” (con citas a Leiva y Quique González). Hay que paladear la solemne belleza intemporal de “Que se mueran de envidia” (de nuevo con cuerdas). Hay que sentir la energía contagiosa de “Romperás” y “Pelear” y, por contraste, hay que dejarse envolver en la quebradiza añoranza que impregna la majestuosa “Guerra de pasos” (aquí, directamente, con desparrame de cuerdas).
Son doce canciones de dolor y rabia, también de pasión y esperanza, que conforman un todo y que hay que entender como tal. Incluso “Madrid, Madrid, Madrid”, ese “regalo de Leiva” agazapado al final, cumple su función de epílogo. Un tema escrito espontáneamente para Dani cuando éste le contó a Leiva las cuitas de su vida reciente y el tipo de canciones con que estaba enredado. Una piedra preciosa que engarza perfectamente en la joya artesanal que es La montaña rusa. Porque se trata de eso, de artesanía de nivel facturada con cariño, entusiasmo y sentimiento para desembocar en un disco de altura. De mucha altura, y consciente de ello, y de las canciones que tenía entre las manos, Dani Martín se quiebra la voz cantando como si no hubiera mañana, rompiendo en mil pedazos la coraza y exponiéndose, porque sabe que la creación es riesgo, una aventura de la que desconoces el final y que hay que vivir dejándote en ella lo mejor de ti mismo. Solo así se vislumbran próximos los objetivos inalcanzables y únicamente de ese modo, poniendo todo el corazón, cobran vida las grandes obras. Y Dani Martín, no hay duda, ha grabado su gran obra, un disco incuestionable. Y “que se mueran de envidia”.
Juan Puchades.
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